Este artículo, cuyo título original es “On Batman and the Problem of Constituent
Power”, es una traducción propia de su versión publicada como Apéndice en el libro “The Utopia of Rules. On Technology, Stupidity, and the Secret Joys of Bureaucracy” de David Graeber (2015), Melville
House Publishing, USA. Inicialmente, iba a ser publicado en el Número 5 de Erosión: Revista de Pensamiento Anarquista, pero finalmente la elección decantó por otro. Sea como sea, no pueden perderse su lectura.
Sobre Batman y el Problema del Poder
Constituyente.
(David Graeber)
Estoy añadiendo
este texto, ostensiblemente en relación al film de Christopher Nolan The Dark Knight Rises – una versión larga de otro publicado bajo el
título “Súper Posición” en The New Inquiry en 2012 – ya que se explaya respecto a los temas de soberanía y cultura
popular abordados en el tercer ensayo de este libro. En este texto, noto que
existen tres elementos históricos independientes que, creo, están reunidos en
nuestra noción de “Estado”, y que describo como soberanía, burocracia, y política
(heroica). Mis pensamientos sobre soberanía, sin embargo, fueron minimamente
desarrollados, por lo que considero que puede interesar al lector ver algunas
reflexiones adicionales sobre el tema, escritos en el mismo espectro y estilo
discursivo.
El sábado 1 de Octubre de 2011,
la policía de New York arrestó a setecientos activistas de Occupy Wall
Street que intentaban marchar a través
del puente de Brooklyn. El alcalde Bloomberg justificó el hecho argumentando
que los manifestantes estaban bloqueando el tráfico. Cinco semanas más tarde,
el mismo alcalde Bloomberg cerró al tráfico el cercano puente de Queensboro durante
dos días seguidos para permitir la filmación de la última entrega de la
trilogía de Christopher Nolan, Batman: The Dark Knight Rises.
Muchos notaron la ironía.
Hace unas semanas, fui a ver la
película con algunos amigos de Occupy – muchos de los cuales habían sido
detenidos en aquel puente en Octubre. Todos sabíamos que la película era
básicamente una enorme pieza de propaganda anti-Occupy. No nos molestó. Fuimos
al cine con la esperanza de divertirnos con este hecho, con el espíritu de
alguien que no es racista, o un Nazi, y quiere ver una proyección respecto al
Nacimiento de Una Nación o sobre el Triunfo de la Voluntad. Esperábamos
que la película fuese hostil, incluso ofensiva. Pero ninguno esperaba que fuese
mala.
Quisiera reflexionar aquí, por un
momento, respecto a qué hizo tan horrible a la película. Porque, curiosamente,
es algo importante. Pienso que la comprensión de muchas cosas – sobre las
películas, la violencia, la policía, la verdadera naturaleza del poder estatal
– puede ser lograda simplemente tratando de desentrañar qué, exactamente, hizo
que The Dark Knight Rises sea tan mala.
Es una cuestión que creo
deberíamos abordar desde el principio. La película es realmente una pieza de
propaganda anti-Occupy. Algunos aún lo niegan. Christopher Nolan, el director, insistió
que el guión fue escrito antes de que el movimiento se iniciara, y ha clamado
que las famosas escenas de la ocupación de New York (Gotham) estaban realmente
inspiradas en el relato de Dickens sobre la Revolución Francesa,
y no por el mismo Occupy Wall Street. Me parece completamente falso. Todo el
mundo sabe que los guiones son reescritos de forma continua a lo largo de la
producción, muchas veces hasta el punto en que no se parecen nada al texto
original; también, que cuando se trata de dar un mensaje, incluso detalles como
la locación donde una escena está rodada (“¡Ya sé, vamos a enfrentar a los
policías con los seguidores de Bane justo frente a la Bolsa de Valores de New
York!”), o algún cambio menor en los diálogos (“Cambiemos ‘tomar el control’
por ‘ocupar’”) puede hacer una gran diferencia.
Luego está el hecho de que los
villanos en realidad no ocupan Wall Street, sino que atacan la Bolsa de Valores.
Lo que quisiera argumentar es
que precisamente este deseo de relevancia, el hecho de que los cineastas tengan
el coraje para asumir los grandes temas del momento, es lo que arruina la
película. Es especialmente triste, porque las dos primeras entregas de la
trilogía – Batman Begins y The Dark Knight – tienen momentos de genuina
elocuencia. Al realizarlas, Nolan demostró que tiene cosas interesantes que
decir respecto a la psicología humana, y particularmente, respecto a la
relación entre creatividad y violencia (es difícil imagina un director de cine
de acción que no la posea). The Dark Knight Rises es aún más ambiciosa. Se
atreve a hablar en una escala y grandiosidad adecuada a estos tiempos. Pero el
resultado, tartamudea en la incoherencia.
Momentos como este son
potencialmente esclarecedores, por un lado porque proporcionan una especie de
ventana, una manera de pensar respecto a las películas de superhéroes y
respecto a los superhéroes en general, y que son simplemente eso. A su vez,
ello permite responder otra pregunta: ¿Cuál es la razón de la repentina
explosión de este tipo de películas – de forma tan dramática que parece que las
películas basadas en cómics están reemplazando a la ciencia ficción como
principal forma de éxitos de taquilla repletos de efectos especiales en las
superproducciones de Hollywood casi tan rápidamente como las películas de
policías reemplazaron a los Westerns como género de acción predominante en los
setenta?
¿Por qué, en el proceso, los
superhéroes que nos son familiares, de repente están siendo dotados de una
compleja interioridad: antecedentes familiares, ambivalencia emocional, crisis
morales, ansiedad, dudas sobre sí
mismos? ¿O por qué (de igual forma, aunque menos marcada), el hecho de recibir
un alma parece forzarlos también a elegir algún tipo de orientación política
explícita? Se podría argumentar que esto ocurrió primero con un personaje ajeno
al mundo de los cómics, con James Bond, quien en su encarnación tradicional,
con su gran legajo de mentes maestras del mal, siempre fue una especie
cinematográfica de lo mismo. Casino Royale dotó a Bond de profundidad
psicológica. Y en la siguiente película, Bond estaba salvando comunidades
indígenas de Bolivia de las garras de malvadas trasnacionales privatizadoras
del agua.
Spiderman, también quebró a la
izquierda, así como Batman lo hizo a la derecha. En cierto modo, tiene sentido.
Los superhéroes son producto de sus orígenes históricos. Superman es producto
de la época de la Depresión
trasladado a un joven granjero de Iowa; Batman, el playboy multimillonario, es
un descendiente del complejo industrial-militar creado, tal como él, a inicios
de la Segunda Guerra
Mundial; Peter Parker, un producto de los años sesenta, es un chico inteligente
de clase trabajadora de Queens que se inyectó algo raro en las venas. Pero,
nuevamente, en la última película, el subtexto se tornó sorprendentemente
explícito (“No eres un vigilante”, dice el comandante de policía, “¡eres un
anarquista!”): particularmente en el clímax, cuando Spiderman, herido por la
bala de un policía, es rescatado por un brote de solidaridad de la clase obrera
por docenas de operadores de grúas a lo largo de todo Manhattan, desafiando las
órdenes de la ciudad al movilizarse para ayudarlo. La película de Nolan es
políticamente la más ambiciosa, pero también la que se torna más obviamente
chata. ¿Esto se deberá a que el género de superhéroes no se presta a un mensaje
de derechas?
Ciertamente, esta no es la
conclusión a la que han llegado los críticos culturales en el pasado.
Entonces, ¿qué podemos decir
respecto a las posturas políticas en el género de superhéroes? Parece razonable
comenzar por echar una mirada a los cómics, dado que es donde todo lo demás
(series de televisión, dibujos animados, éxitos de taquilla) proviene. Los
cómics de superhéroes fueron originalmente un fenómeno de mitad de siglo, y tal
como todos los fenómenos de la cultura pop de mediados de siglo, son
esencialmente freudianos. Es decir, en la medida en que una obra de ficción
popular tenía algo que decir respecto a la naturaleza humana, o las
motivaciones humanas, un cierto freudismo pop es esperable. A veces esto se
hacía explícito, como en Forbidden Plantet, con sus “monstruos del Ello”. Pero
por lo general, se trata sólo del subtexto.
Umberto Eco ha remarcado que las
historias del cómic operan un poco como los sueños; la misma trama básica se
repite, de manera obsesiva-compulsiva, una y otra vez; nada cambia, aún cuando
el telón de fondo de las historias pueda desplazarse desde la Gran Depresión a la Segunda Guerra Mundial o a la
prosperidad de post-guerra, los héroes – ya sean Superman, Wonder Woman, Green
Hornet o Dr. Strange – parecen permanecer en un eterno presente, nunca
envejeciendo, siendo fundamentalmente siempre iguales. La trama básica tiene la
siguiente forma: un tipo malo – posiblemente un jefe criminal, más frecuentemente
un poderoso supervillano – se embarca en un proyecto de conquista mundial,
destrucción, robo, extorsión o venganza. El héroe es alertado del peligro y se
da cuenta de lo que está sucediendo. Después de algunas pruebas y dilemas, en
el último minuto posible, el héroe frustra los planes del villano. El mundo
vuelve a la normalidad hasta el próximo episodio, cuando sucede exactamente lo
mismo una vez más.
No hace falta ser un genio para
darse cuenta lo que está ocurriendo aquí. Los héroes son puramente
reaccionarios. Con esto quiero decir “reaccionarios” en el sentido literal:
simplemente reaccionan a las cosas; no poseen proyectos propios (O, para ser
más precisos, como héroes no tienen proyectos propios. Como Clark Kent,
Superman puede estar constantemente intentando, y fallando, entrar en los
pantalones de Lois Lane. Como Superman, es puramente reactivo). De hecho, los
superhéroes parecen casi totalmente carentes de imaginación. Bruce Wayne, con
todo el dinero del mundo, parece no poder pensar en nada más que diseñar
armamento de aún más alta tecnología y realizar caridad ocasional. Del mismo
modo, a Superman nunca parece ocurrírsele que podría terminar fácilmente con el
hambre del mundo o tallar mágicas ciudades libres. Casi nunca vemos a los
superhéroes hacer, crear, o construir cosas. Los villanos, en contraste, son
implacablemente creativos. Están llenos de planes, proyectos e ideas.
Claramente, se supone que al principio, y sin conscientemente darnos cuenta,
debemos identificarnos con los villanos. Después de todo, se están llevando
toda la diversión. Luego, por supuesto, debemos sentirnos culpables,
identificarnos nuevamente con el héroe, y divertirnos aún más viendo al Super
Yo enviar al Ello nuevamente a su lugar de sumisión.
Por supuesto, al momento que
empiezas a argumentar que puede haber cualquier mensaje en un cómic, es
probable escuchar las objeciones habituales: “¡Pero si son apenas formas
baratas de entretenimiento! Intentan enseñarnos algo respecto a la naturaleza
humana, la política o la sociedad, tanto como, por ejemplo, la Rueda de la Fortuna”. Y por supuesto,
hasta cierto punto, esto es cierto. La cultura pop no existe con el fin de
convencer a nadie de nada. Existe en aras del placer. Sin embargo, si prestas
atención, uno puede observar que la mayoría de los proyectos de la cultura pop
tienden a hacer que el mismo placer sea una especie de argumento. Las películas
de terror son un ejemplo particularmente poco sutil de cómo funciona esto. La
trama de una película de terror es, por lo general, una especie de historia
sobre trasgresión y castigo – en las películas slasher, quizás las más puras,
despojadas y menos sutiles del género, siempre se observa el mismo movimiento
en la trama. Como Carol Clover notó hace tiempo en su Men, Women, and Chainsaws, el público es inicialmente animado
tácitamente a identificarse con el monstruo (la cámara toma, literalmente, el
punto de vista del monstruo) mientras se aleja de las “chicas malas”, y sólo
más tarde, la mirada pasa por los ojos de la heroína andrógina que finalmente
lo destruye. La trama siempre es una sencilla historia de trasgresión y
castigo: Las chicas malas pecan, tienen sexo, no reportan un accidente de
tráfico, quizás simplemente son adolescentes estúpidas y desagradables; como
resultado, son evisceradas. Entonces, la chica buena y virginal destripa al
culpable. Todo muy cristiano y moralista. Los pecados pueden ser menores y el
castigo absolutamente desproporcionado, pero el mensaje final es: “Por supuesto
que se lo merecen; todos lo merecemos; cualquiera sea nuestro aspecto exterior
civilizado, todos somos malos y corruptos. ¿La prueba? Bueno, mírate a ti
mismo. ¿No eres malvado? Si no lo eres, entonces ¿por qué te obsesionas viendo
esta mierda sádica?”
A esto me refiero cuando digo
que el placer es una forma de argumentación.
En comparación, un cómic de
superhéroes puede parecer bastante inofensivo. Y en muchos sentidos lo es. Si
todo un cómic está diciéndole a un grupo de adolescentes que todo el mundo
tiene un cierto deseo de caos por el caos mismo, pero que en última instancia,
tales deseos deben ser controlados, las implicancias políticas no parecen ser
particularmente graves. Especialmente porque el mensaje aún posee una buena
dosis de ambivalencia, tal como ocurre con todos estos héroes contemporáneos de
películas de acción que se pasan gran parte de su tiempo destrozando centros
comerciales y suburbanos y cosas por el estilo. La mayoría de nosotros desearía
destrozar un banco o un centro comercial al menos una vez en nuestras vidas. Y
tal como expresó Bakunin, “el impulso por la destrucción es también un impulso
creativo”.
Aún así, creo que hay razón para
creer que al menos en el caso de la mayoría de los superhéroes del cómic, el
caos tiene implicancias políticas muy conservadoras. Para entender por qué, tendré
que entrar en una breve digresión respecto a la cuestión del poder
constituyente.
Los superhéroes disfrazados en
última instancia combaten contra criminales en el nombre de la ley – incluso si
ellos mismos muchas veces operan fuera de un marco estrictamente legal. Pero en
el Estado moderno, el propio status de ley es un problema. Esto es debido a una
paradoja lógica básica: ningún sistema puede generarse a sí mismo. Cualquier
poder capaz de crear un sistema de leyes no puede ser en sí obligado por ellas.
Así que la ley debe provenir de otro lugar. En la
Edad Media la solución era simple: el
ordenamiento jurídico fue creado por Dios, un ser que, como el Antiguo
Testamento deja muy claro, no está obligado por sus leyes o incluso cualquier
sistema moral reconocible (nuevamente, esta es la razón: si ha creado la moral,
no puede, por definición, estar atado a ella). Si no es por Dios directamente,
entonces proviene del poder divinamente encomendado a los reyes. Los
revolucionarios ingleses, norteamericanos y franceses cambiaron todo esto
cuando crearon la noción de soberanía popular – declarando que el poder antes
en manos de los reyes está ahora en una entidad que llamaron “el pueblo”. Esto
creó un problema lógico inmediato, porque “el pueblo” es, por definición, un
grupo de personas unidas por un cierto conjunto de leyes. Así que ¿de qué
manera pudieron haber creado esas leyes? Cuando esta cuestión fue planteada por
primera vez en el despertar de las revoluciones británicas, norteamericanas y
francesas, la pregunta parecía obvia: por medio de las revoluciones en sí
mismas. Pero esto crea un problema adicional. Las revoluciones son actos de
violación de la ley. Es completamente ilegal levantarse en armas, derrocar a un
gobierno, y crear un nuevo orden político. De hecho, posiblemente nada es más
ilegal que esto. Cromwell, Jefferson o Danton fueron claramente culpables de
traición, de acuerdo a las leyes con las que crecieron, tanto como lo habrían
sido si hubiesen tratado de hacer lo mismo bajo el nuevo régimen que crearon,
digamos, veinte años más tarde.
Así que las leyes surgen de una
actividad ilegal. Esto crea una incoherencia fundamental en la idea misma de
gobierno moderno, que asume que el Estado tiene el monopolio del uso legítimo
de la violencia (sólo la policía, o los guardias de las prisiones, o la
seguridad privada debidamente autorizada, tienen derecho legal a darte una
paliza). Es legítimo que la policía use la violencia, ya que están haciendo
cumplir la ley; la ley es legítima porque está arraigada en la Constitución; la Constitución es
legítima porque proviene del pueblo; el pueblo crea la Constitución por
actos de violencia ilegal. La pregunta obvia entonces, es: ¿Cuál es la
diferencia entre “el pueblo” y una simple turba furiosa?
No hay una respuesta obvia.
La respuesta de la mayoría, es
la respetable opinión de tratar de empujar el problema lo más lejos posible. La
frase habitual es: la era de las revoluciones ya ha pasado (quizás excepto en
lugares sumidos en la ignorancia como Gabón, o quizás Siria); ahora podemos
cambiar la Constitución
o las normas legales, mediante medios legales. Por supuesto, esto significa que
las estructuras básicas nunca cambiarán. Podemos ver sus resultados en Estados
Unidos, que continúa manteniendo su arquitectura del Estado, con su colegio
electoral y su sistema bi-partidario, que – mientras fue muy progresista en
1789 – ahora nos hace parecer, a los ojos del resto del mundo, el equivalente
político de los Amish, aún dando vueltas a caballo y carros de paseo. También
significa que basamos la legitimidad de todo el sistema en el consentimiento de
las personas, a pesar de que las únicas que alguna vez fueron realmente
consultadas al respecto vivieron hace más de doscientos años. En Estados Unidos,
al menos, “el pueblo” lleva muerto hace mucho tiempo.
Hemos pasado de una situación
donde el poder de crear un orden jurídico proviene de Dios, a uno que deriva de
una revolución armada, a uno que se arraiga totalmente en la tradición – “Estas
son las costumbres de nuestros antepasados, ¿por qué habríamos de dudar de su
sabiduría?” (Y, por supuesto, un número nada insignificante de políticos
estadounidenses han dejado claro que les gustaría que se lo devuelva nuevamente
a Dios).
Esto, como dije, es cómo
considera el asunto la mayoría. Para la Izquierda radical, y la Derecha autoritaria, el
problema del poder constituyente está muy presente, pero cada uno tiene un
enfoque diametralmente opuesto respecto a la cuestión fundamental de la
violencia. La Izquierda,
castigada por los desastres del siglo XX, se ha desplazado en gran medida fuera
de su vieja celebración de la violencia revolucionaria, prefiriendo formas no
violentas de resistencia. Los que actúan en nombre de algo superior a la ley
pueden hacerlo justamente porque no actúan como una turba iracunda. Para la Derecha, por el otro lado
– y esto ha sido así desde el ascenso del fascismo en los años veinte, la sola
idea de que hay algo especial en la violencia revolucionaria, algo que la haga
diferente de la mera violencia criminal, es poco más que tonterías. Violencia
es violencia. Pero esto no significa que una turba furiosa no pueda ser “el
pueblo” porque la violencia es la verdadera fuente de la ley y el orden
político de todos modos. Cualquier forma de violencia es, a su modo, una forma
de poder constituyente. Es por ello que, como señaló Walter Benjamín, no
podemos dejar de admirar al “gran criminal”: porque, tal como se ha puesto en
tantos carteles de películas a lo largo de los años, “él hace su propia ley”.
Después de todo, cualquier organización criminal, inevitablemente, desarrolla –
a menudo de modo muy elaborado – su propio conjunto de normas y reglamentos
internos. Deben hacerlo, como una forma de controlar lo que de otro modo sería
violencia completamente al azar. Pero desde la perspectiva de la Derecha, esto es todo lo
que la ley jamás es. Es un medio de control de la misma violencia lo que lo
trae a la existencia, y por medio de la cual en última instancia se aplica.
Esto hace que sea más fácil
entender la sorprendente afinidad entre maleantes, bandas criminales,
movimientos políticos de derecha, y representantes armados del Estado. En
última instancia, todos hablan el mismo lenguaje. Crean sus propias reglas a
base de la fuerza. Como resultado, estas personas suelen compartir las mismas
sensibilidades políticas generales. Mussolini podría haber acabado con la mafia,
pero los mafiosos italianos aún lo idolatran. En Atenas, actualmente, hay una
colaboración activa entre los jefes criminales en los barrios de inmigrantes
pobres, bandas fascistas y la policía. De hecho, en este caso se trató
claramente de una estrategia política: frente a la perspectiva de los
levantamientos populares en contra de un gobierno de derecha, la policía
primero retiró la protección de los barrios cercanos a pandillas de
inmigrantes, y a continuación comenzó a dar apoyo tácito a los fascistas (el
resultado fue el rápido crecimiento de un partido abiertamente Nazi.
Aproximadamente la mitad de la policía griega reportó haber votado por los
nazis en la última elección). Pero esto es simplemente como funciona la
política de derecha. Para ellos, es este el espacio donde las diferentes
fuerzas violentas que operan fuera del ordenamiento jurídico (o en el caso de
la policía, a duras penas en su interior) interactúan con las nuevas formas de
poder, donde el orden, puede surgir.
Entonces ¿qué tiene todo esto
que ver con superhéroes disfrazados? Bueno, todo. Debido a que este es
exactamente el espacio en que tanto superhéroes como supervillanos habitan. Un
espacio inherentemente fascista, habitado sólo por gángsters, aspirantes a
dictadores, policías y matones, con líneas de separación muy borrosas entre
ellos. A veces los policías son legalistas, a veces corruptos. A veces la misma
policía cae en el vigilantismo. A veces persiguen al superhéroe, otras veces
miran hacia otro lado, o lo ayudan. Villanos y héroes a veces forman equipo.
Las líneas de fuerza siempre están cambiando. Si algo nuevo surgiera, sólo
podría ser a través de esas fuerzas cambiantes. No hay nada más, dado que en
los universos de DC y Marvel, Dios o la gente, simplemente no existen.
En la medida que exista entonces
un potencial para el poder constituyente, sólo puede provenir de los
proveedores de la violencia. Y de hecho, los supervillanos y malignos maestros
del mal, cuando no sueñan simplemente con cometer el crimen perfecto o realizar
actos aleatorios de terror, están siempre maquinando cómo imponer un Nuevo
Orden Mundial de uno u otro tipo. Seguramente, si Red Skull, o Kang el
Conquistador, o Doctor Doom alguna vez tuviesen éxito en apoderarse del
planeta, una nueva serie de leyes sería rápidamente creada. No serían leyes muy
bonitas. Su creador no estaría, sin dudas, atado a ellas. Pero uno tiene la
sensación que de otro modo, ellos estarían muy estrictamente forzados. Los
superhéroes se resisten a esta lógica. Ellos no desean conquistar el mundo –
aunque quizás sólo porque no son monomaníacos o dementes. Como resultado, se
mantienen como parásitos de los villanos de la misma forma que la policía lo es
de los criminales: sin ellos, no tendrían razón de existir. Permanecen
defensores de un orden legal y político que parece haber salido de la nada, y
que, sin embargo, aunque defectuoso o degradado, debe ser defendido, porque la única alternativa es mucho peor.
No son fascistas. Son
simplemente gente ordinaria, decente, pero súper-poderosa, que habita un mundo
en que el fascismo es la única posibilidad política.
¿Por qué, podríamos preguntar,
una forma de entretenimiento basada en tal peculiar noción de política emergió
entre los inicios y mediados del siglo XX en Estados Unidos, justo en los
momentos en que el fascismo real estaba en aumento en Europa? ¿Fue una especie
de fantasía norteamericana equivalente? No exactamente. Es más bien que tanto
el fascismo como los superhéroes fueron resultado de una situación histórica
similar: ¿Cuál es el fundamento del orden social cuando uno ha exorcizado la
idea misma de revolución? Y sobre todo, ¿qué ocurre con la imaginación
política?
Se podría empezar considerando
quienes son el público principal de los cómics de superhéroes. Principalmente,
adolescentes o preadolescentes blancos. Es decir, las personas que están en el
momento de sus vidas tanto más imaginativo como por lo menos un poco rebelde;
pero que a la vez están preparándose para tomar eventualmente posiciones de
autoridad y poder en el mundo, para ser padres, sheriffs, propietarios de
pequeñas empresas, funcionarios intermedios, ingenieros. ¿Y qué es lo que
aprenden de estos dramas eternamente repetidos? Bueno, para empezar, que la
imaginación y la rebelión llevan a la violencia; en segundo lugar, que, como la
imaginación y la rebelión, la violencia conlleva muchísima diversión; tercero,
que, en última instancia, la violencia debe ser dirigida contra cualquier
desbordamiento de la imaginación y la rebelión que se salga de cauce. ¡Estas
cosas deben ser contenidas! Esta es la razón por la que los superhéroes no son
imaginativos de ninguna manera, a excepción del diseño de sus trajes, sus
coches, tal vez sus hogares, y sus accesorios varios.
Es en este sentido que la lógica
de la trama de superhéroes es profunda, hondamente conservadora. En última
instancia, la división entre sensibilidades de izquierda o de derecha depende
de la actitud respecto a la imaginación. Para la Izquierda, la
imaginación, la creatividad, por extensión la producción, el poder de crear
nuevas cosas y nuevos arreglos sociales, es lo que siempre se celebra. Es la
fuente de todo valor real en el mundo. Para la Derecha, esto es
peligroso; en última instancia, es el mal. La necesidad de crear es también un
impulso destructivo. Este tipo de sensibilidad era común en el freudismo
popular: donde el Ello era el motor de la psique, pero también lo amoral; si realmente
era desatado, daría lugar a una orgía de destrucción. Esto es también lo que
separa a los conservadores de los fascistas. Ambos coinciden en que la
imaginación sin frenos sólo puede conducir a la violencia y a la destrucción.
Los conservadores desean defendernos de esa posibilidad. Los fascistas quieren
desatarla de todos modos. Aspiran a ser, tal como Hitler se imaginó a sí mismo,
grandes artistas pintando con la mente, la sangre y los tendones de la
humanidad.
Esto significa que no es sólo el
caos lo que se convierte en la culpa del lector, si no el mismo hecho de tener
una vida de fantasía en absoluto. Y si bien puede parecer extraño que cualquier
género artístico sea en última instancia una advertencia respecto a los
peligros de la imaginación humana, explica el por qué, en los años cuarenta y
cincuenta, todo el mundo parecía sentir que había algo sucio en su lectura.
También explica cómo en los años sesenta de repente todo se veía tan
inofensivo, permitiendo el arribo de superhéroes de TV tontos, cursis, tales
como la serie Batman de Adam West, o los dibujos animados de Spiderman de los
sábados por la mañana. Si el mensaje era que la imaginación rebelde estaba
bien, siempre y cuando se mantuviese alejada de la política y simplemente se
limitase a opciones de consumo (ropa, automóviles, accesorios otra vez), se
había convertido en un mensaje que incluso los productores ejecutivos podrían
fácilmente avalar.
*
Podemos concluir: el cómic
clásico es ostensiblemente político (unos locos tratando de apoderarse del
mundo), es realmente psicológico y personal (sobre la superación de los
peligros de la adolescencia rebelde), aunque en última instancia, políticos,
después de todo.
De ser así, las nuevas películas
de superhéroes son precisamente lo contrario. Son ostensiblemente psicológicas
y personales, muy políticas, pero en última instancia, psicológicas y
personales después de todo.
La humanización de los
superhéroes no se inició en el cine. En realidad, se inició en los años ochenta
y noventa, dentro del propio género del cómic, con el Batman de Frank Miller,
The Dark Knight Returns, y el Watchmen de Alan Moore – un subgénero que podría
denominarse superhéroes noir. En ese momento, las películas de superhéroes
continuaron trabajando desde la tradición heredada en los sesenta, como ser la saga
de Superman de Christopher Reeve, o el Batman de Michael Keaton. Eventualmente,
sin embargo, el subgénero noir, probablemente siempre un poco cinematográfico
en su inspiración, también llegó a Hollywood. Uno podría decir que alcanzó su
pico con Batman Begins, la primera parte de la trilogía de Nolan. En esa
película, Nolan, en esencia, se pregunta, “¿Qué pasaría si alguien como Batman
realmente existiese? ¿Cómo podría ocurrir? ¿Qué es lo que realmente se necesita
para que un miembro, de otro modo respetable, de la sociedad decida vestirse
como un murciélago y merodear por las calles en busca de criminales?”.
Como era de esperar, las drogas
psicodélicas juegan un papel muy importante. Lo mismo ocurre con problemas graves
de salud mental y cultos religiosos extraños.
Es curioso que los críticos de
la película nunca parezcan notar el hecho de que Bruce Wayne, en las películas
de Nolan, raya lo sicótico. Como él mismo, es casi completamente disfuncional,
incapaz de formar amistades o relaciones románticas, poco interesado en el
trabajo a menos que de algún modo refuerce sus obsesiones morbosas. El héroe
está tan obviamente loco, y la película es tan obvia respecto a su batalla con
la locura, que no es problema que los villanos sean solo una pandilla de
apéndices de su ego: Ra’s al Ghul (el mal padre), el Jefe Criminal (un exitoso
hombre de negocios), el Espantapájaros (que deriva del empresario loco). No hay
nada particularmente atractivo en ninguno de ellos. Pero no importa – son todos
meros fragmentos de la mente destrozada del héroe. Como resultado, no tendemos
a identificarnos con el villano y luego retrotraer el odio a nosotros mismos;
podemos simplemente disfrutar viendo a Bruce hacerlo por nosotros.
Tampoco hay un mensaje político
obvio.
O al menos eso parece. Pero cuando
creas una película llena de personajes tan densos en mitos e historia, ningún
director controla de forma completa su material. El rol del director de cine es
en gran parte ensamblarlos. En la película, el villano principal es Ra’s al
Ghul, quien inicia a Batman en la
Liga de las Sombras en un monasterio de Bután, y sólo
entonces revela su plan de destruir Gotham para liberar al mundo de su
corrupción. En los cómics originales, aprendemos que Ra’s al Ghul (un personaje
introducido en 1971) es de hecho un Primitivista y eco-terrorista, decidido a
restaurar el equilibrio de la naturaleza mediante la reducción de la población
humana del planeta en un 99 %. La principal forma en que Nolan cambió la historia
fue haciendo que Batman se inicie como discípulo de Ra’s al Ghul. Pero en
términos contemporáneos esto, también, tiene sentido. Después de todo, ¿cuál es
el estereotipo mediático que viene a la mente de forma inmediata – al menos
desde las acciones directas contra la Organización Mundial
del Comercio en Seattle – cuando uno piensa en un niño poseedor de un fondo
fiduciario que, movido por un sentido insondable de la injusticia, decide
ponerse ropa de color negro y una máscara, para salir a la calle a crear
violencia y casos, aunque siempre de manera calculada para jamás matar
realmente a alguien? Ni hablemos de aquel tan inspirado por las enseñanzas de
un gurú radical que cree que necesitamos volver a la Edad de Piedra. Nolan hizo a
su héroe un Black Bloc discípulo de John Zerzan, que rompe con su antiguo
mentor cuando se dio cuenta lo que conllevaría la restauración del Edén.
De hecho, ninguno de los
villanos en cualquiera de las tres películas desea gobernar el mundo. No desean
tener poder sobre los demás, o crear nuevas reglas de algún tipo. Incluso sus
secuaces son temporales – en última instancia siempre planean matarlos. Los
villanos de Nolan son siempre anarquistas. Pero son anarquistas muy peculiares,
de una especie que sólo parece existir en la imaginación del cineasta:
anarquistas que creen que la naturaleza humana es fundamentalmente mala y
corrupta. El Joker, verdadero héroe de la segunda película, hace todo esto
explícito: es básicamente el Ello convertido en filósofo. El Joker es anónimo,
no tiene otro origen más que el inventado caprichosamente en cualquier ocasión
particular; ni siquiera es claro que poder posee o de dónde proviene. Sin
embargo, es inexorablemente poderoso. El Joker es pura fuerza de auto-creación,
un poema escrito por él mismo; y su único propósito en la vida parece ser una
obsesiva necesidad de probar, en primer lugar a los demás, que todo es y puede
ser poesía – y en segundo lugar, que la poesía es maldad.
Así volvemos a la trama central
de los primeros universos de superhéroes: una prolongada reflexión sobre los
peligros de la imaginación humana; cómo los deseos del propio lector de
sumergirse en un mundo impulsado por imperativos artísticos es la prueba
viviente de que la imaginación siempre debe ser tratada con cuidado.
El resultado es una película
emocionante, con un villano querible – que obviamente terminas divirtiéndote
con él – y genuinamente aterrador. Batman Begins simplemente estaba llena de
gente hablando del miedo. The Dark Knight realmente lo produjo un poco. Pero
incuso esa película comenzó a achatarse al momento de tocar cuestiones de
política popular. La gente hace un pobre intento de intervenir en el comienzo,
cuando imitadores de Batman aparecen por toda la ciudad, inspirados por el
ejemplo del Caballero de la Noche. Por
supuesto, todos mueren horriblemente y ese es el final del tema. A partir de
entonces, son vueltos a poner en su lugar, como Audiencia, que al igual que la
turba en el anfiteatro romano, existe sólo para juzgar el desempeño de los
protagonistas: pulgares arriba para Batman, pulgares abajo para Batman,
pulgares arriba para el Fiscal de Distrito… Al final, cuando Bruce y el Comisionado
Gordon establecen el plan de Batman como chivo expiatorio y crean un falso mito
alrededor del martirio de Harvey Dent, es nada menos que la confesión de que la
política es idéntica al arte y la ficción. El Joker tenía razón. Hasta cierto
punto. Como siempre, la redención radica sólo en el hecho que la violencia, el
engaño, puede volverse sobre sí mismo.
Habían hecho bien en dejarlo
allí.
El problema con esta visión de
la política es que simplemente no es cierta. La política no es sólo el arte de
la manipulación de imágenes, respaldada por la violencia. En realidad no es un
duelo entre empresarios ante un público que se creerá casi cualquier cosa si se
la presenta de forma artística. No hay duda que les debe parecer así a los
directores de cine extraordinariamente ricos de Hollywood. Pero entre el rodaje
de la primera y la segunda película, la historia intervino de forma bastante
decisiva para marcar lo equivocada que está dicha versión. La economía se
derrumbó. No a causa de una sociedad secreta de monjes guerreros, sino por un
grupo de gestores financieros que, viviendo en la burbuja del mundo de Nolan,
compartían sus supuestos acerca de la infinitud de la manipulabilidad popular,
que resultó ser equivocada. Hubo una respuesta popular masiva. No tomó la forma
de una frenética búsqueda de salvadores mesiánicos, mezclados con brotes de
violencia nihilista;
sino que cada vez más, tomó la forma de una serie de movimientos realmente
populares, incluso revolucionarios, derribando los regímenes de Medio Oriente y
ocupando plazas en todos lados, desde Cleveland a Karachi, y tratando de crear
nuevas formas de democracia.
El poder constituyente había
reaparecido, y en formas imaginativas, radicales y no violentas. Este es
precisamente el tipo de situaciones que un universo de superhéroes no puede
abordar. En el mundo de Nolan, algo como Occupy sólo podía haber sido producto
de un pequeño grupo de manipuladores ingeniosos (ya sabes, gente como yo) que
en realidad está persiguiendo una agenda secreta.
Nolan realmente debería haber
dejado estos temas a un lado, pero al parecer, no podía evitarlo. El resultado
es prácticamente incoherente. Es, básicamente, otro drama psicológico
disfrazado de político. La trama es complicada y apenas vale la pena relatarla.
Bruce Wayne, nuevamente disfuncional sin su alter ego, se convirtió en un
recluso. Un empresario rival contrata a Catwoman para robar sus huellas
digitales y así usarlas para hacerse con todo su dinero; pero realmente el
empresario está siendo manipulado por un supervillano mercenario enmascarado
llamado Bane. Bane es más fuerte que Batman pero básicamente es una persona
miserable, que llora por el amor no correspondido de la hija de Ra’s al Ghul,
Talia, lisiado por el maltrato sufrido en su juventud en una prisión estilo
calabozo donde fue encerrado injustamente, su cara invisible detrás de una
máscara que debe usar continuamente para no colapsar bajo un dolor agonizante.
La forma en que el público se identifica con un villano como este, solo puede
ser con ausencia de simpatía. Nadie en su sano juicio querría ser Bane. Pero
presumiblemente ese sea el punto: una advertencia contra los peligros de la
simpatía indebida con los desafortunados. Dado que Bane es también un
revolucionario carismático, quien, luego de eliminar a Batman, revela que el
mito de Harvey Dent es una mentira, libera a los habitantes de las prisiones de
Gotham, y libera a la cada vez más impresionante población para saquear y
quemar las mansiones del 1%, y arrastrar a sus habitantes ante tribunales
revolucionarios. (El Espantapájaros, graciosamente, reaparece como
Robespierre). Pero en realidad en última instancia tiene la intención de
matarlos a todos con una bomba nuclear reconvertida a partir de algún tipo de
proyecto energético verde. ¿Por qué? ¿Quién sabe? Quizás él también es una
especie de eco-terrorista Primitivista como Ra’s al Ghul. (Parece haber
heredado el mandato de la misma organización). Tal vez sólo está intentando
impresionar a Talia terminando el trabajo de su padre. O quizás es simplemente
maligno y no hay necesidad de más explicaciones.
Contrariamente, ¿por qué desea
Bane dirigir al pueblo a una revolución social, si va a hacer explotar una
bomba nuclear en pocas semanas, de todos modos? Nuevamente, nadie lo sabe. Dice
que antes de destruir a alguien, primero hay que darle esperanzas. ¿Así que el
mensaje es que los sueños utópicos sólo pueden conducir a violencia nihilista?
Es de suponer que algo así, pero es singularmente poco convincente, ya que el
plan de matar a todos estuvo primero. La revolución fue una idea decorativa de
último momento.
De hecho, lo que ocurre en la
ciudad posiblemente sólo puede tener sentido como un eco material de lo que
siempre ha sido más importante: lo que pasa en el cerebro torturado de Bruce
Wayne. Después de que Batman es lisiado por Bane a mitad de la película, es
enviado al mismo calabozo fétido donde alguna vez fue encarcelado el propio
Bane. La prisión se ubica en el fondo de un pozo, donde la luz del sol siempre
está burlándose de sus habitantes – pero el pozo es imposible de escalar. Bane
se asegura que Bruce sea cuidado hasta recuperar la salud, simplemente para que
pueda intentar escalarlo, y así saber que fue su fracaso lo que permitió que su
amada Gotham sea destruida. Sólo entonces Bane será lo suficientemente
misericordioso para matarlo. Esto es ingenioso, pero psicológicamente, al
menos, tiene algún sentido. Llevado al nivel de una ciudad, no lo tiene en
absoluto: ¿por qué alguien querría dar esperanzas a una población y luego
vaporizarlos de forma inesperada? Lo primero es cruel. Lo segundo es azaroso. Y
no sólo eso, los realizadores empeoran la metáfora al poner a Bane a jugar el
mismo truco con el departamento de policía de Gotham, quienes – en un complot
tan idiota que viola incluso los estándares de plausibilidad esperables en un
cómic – son casi todos atraídos al subsuelo de la ciudad y luego encerrados
allí por bombas bien emplazadas, excepto por el hecho de que por alguna razón
pueden recibir comida y agua, presumiblemente para ser también ellos,
torturados por la esperanza.
Otras cosas pasan, pero
realmente todas tienen proyecciones similares. Esta vez Catwoman juega el rol
por lo general asignado a la audiencia, primero identificándose con el proyecto
revolucionario de Bane, luego, sin razón claramente articulada, cambiando de
idea y huyendo. Batman y la policía de Gotham ascienden de sus respectivas
mazmorras y unen fuerzas para luchar contra los Ocupantes del mal que están
fuera de la Bolsa
de Valores. Al final, Batman finge su propia muerte al deshacerse de la bomba y
Bruce termina con Catwoman en Florencia. Un nuevo falso mártir nace y el pueblo
de Gotham se apacigua. En caso de futuros problemas, se nos asegura que existe
un potencial heredero de Batman, un desilusionado oficial de policía llamado
Robin. Todo el mundo respira aliviado porque la película ha terminado.
¿Se supone que hay un mensaje que
todos podamos llevar a casa en esto? Si lo había, debe haber sido algo como:
“Es cierto que el sistema es corrupto, pero es lo que tenemos, y de todas
formas, las figuras de autoridad son de confiar si primero han sido castigadas
y soportaron terribles sufrimientos”. (Los policías normales dejan morir a los
niños en los puentes. Pero la policía que ha sido enterrada viva por algunas
semanas puede emplear legítimamente la violencia). “Es cierto que hay
injusticia y sus víctimas merecen nuestra simpatía, pero dentro de límites
razonables. La caridad es mucho mejor que la solución de problemas
estructurales. Ese camino lleva a la locura”. Porque en el universo de Nolan,
cualquier intento de abordar problemas estructurales, incluso por medio de la
desobediencia civil no violenta, es en realidad una forma de violencia; porque
eso es todo lo que podría ser. La imaginación política es inherentemente violenta, y por lo tanto, no hay nada inapropiado
si la policía responde aplastando las cabezas de manifestantes aparentemente
pacíficos de forma repetida contra el concreto.
Como una respuesta a Occupy,
esto es nada menos que patético. Cuando The Dark Knight apareció en 2008, hubo
mucha discusión si todo el asunto era en realidad una gran metáfora de la
guerra contra el terrorismo: ¿hasta dónde está bien que los chicos buenos (que
somos nosotros) adopten los métodos del malo? Posiblemente los cineastas de
hecho pensaron en tales temas, y se arreglaron para producir una buena
película. Pero entonces, la guerra contra el terrorismo en realidad fue una
batalla de redes secretas y espectáculos manipulativos. Comenzó con una bomba y
terminó con un asesinato. Casi se puede pensar esto como un intento, por ambos
lados, de actuar realmente una versión cómic del universo. Una vez que el
verdadero poder constituyente apareció en escena, ese universo se marchitó en
la incoherencia, llegando incluso a parecer ridículo. Las revoluciones estaban
barriendo Medio Oriente, y Estados Unidos estaba aún gastando cientos de miles
de millones de dólares luchando contra un grupo variopinto de estudiantes de
seminario en Afganistán. Desafortunadamente para Nolan, para todos sus poderes
de manipulación, lo mismo le pasó a su mundo cuando apenas un atisbo del poder
popular real arribó a New York.